E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson: La guerra que nuestros enemigos iniciaron el 11 de septiembre de 2001 acabó hace bastante. Quizá ahora, tras 10 años de inquietud e inseguridad, podamos reconocer nuestra victoria e iniciar la posguerra de renovación y reconciliación que al país le hace falta tan desesperadamente.

Nunca hubo «guerra contra el terrorismo». No fue «el terrorismo» lo que empotró aparatos comerciales contra edificios aquella despejada mañana de martes. Los atentados fueron perpetrados por una avanzadilla de 19 miembros salida de al-Qaeda, organización terrorista protegida por entonces por el régimen talibán de Afganistán. Hubo sin ningún género de dudas guerra contra al-Qaeda, y ganamos.

En cuestión de cuatro meses, las fuerzas invasoras estadounidenses habían derrotado totalmente a los talibanes y dispersado de forma caótica lo que quedaba de al-Qaeda. A lo mejor ése fue el momento en el que debimos haber reconocido nuestra victoria. A lo mejor fue el 1 de marzo de 2003, cuando Jalid Sheij Mohammed, el principal responsable de diseñar y orquestar los atentados del 11S, fue capturado. O a lo mejor fue el momento en 2004 en el que la incipiente democracia de Afganistán celebró sus primeras elecciones presidenciales democráticas.

Hacia mediados de la década, habíamos logrado cada objetivo racional de la guerra que comenzó el 11 de Septiembre. El líder y fundador de Al-Qaeda, Osama bin Laden, todavía estaba en libertad, pero esto significaba que teníamos que llevar a cabo una persecución constante, no una guerra continua. Deberíamos de haber reconocido esta diferencia.

No supimos, no obstante, porque George W. Bush y Dick Cheney nos metieron de lleno en una guerra innecesaria en Irak. Saddam Hussein era uno de los déspotas más sanguinarios y hambrientos de poder del planeta, pero no tuvo nada que ver con el 11S. No tenía armas de destrucción masiva. Incluso si hubiera poseído arsenales de armamentos de destrucción masiva, no había ningún motivo para creer que los iba a apuntar hacia Estados Unidos.

Las guerras son mucho más fáciles de iniciar que de acabar. Seguimos en Afganistán, seguimos en Irak, y seguimos pagando un precio horroroso por negarnos a aceptar el hecho evidente de que ya hemos ganado la guerra que nos obligó a librar el 11 de Septiembre.

La factura más dolorosa, por supuesto, son las más de 6.000 bajas y las decenas de miles de heridos graves que han sufrido nuestras fuerzas armadas. Otras familias militares han soportado múltiples destinos y ampliaciones de la estancia «de relevo»; los veteranos que vuelven corren un riesgo elevado de cursar trastornos relacionados con el estrés, tasas más elevadas de divorcio, paro y hasta mayor riesgo de indigencia.

Los cientos de miles de millones de dólares derrochados por el sumidero de la guerra perpetua contribuyen de forma sustancial a los debilitantes problemas fiscales del país. Pero el problema no es el derroche de recursos. El problema es que seguimos enfrascados en una mentalidad severa de guerra que recuerda en muchos sentidos a la depresión clínica.

Podemos convenir en lo que hay que hacer para devolver al país al progreso. Hemos de mejorar las escuelas. Hemos de hacer el mantenimiento de las infraestructuras. Hemos de relanzar la economía y también reducir nuestra deuda a largo plazo. Hemos de convenir en formas de lograr este programa mediante vigoroso debate político — no mediante encuentros para saldar rencillas durante los que la destrucción de la otra formación es la prioridad que se antepone al bienestar del país.

Pero aquí estamos aún así — paralizados a pesar de todas las intenciones y objetivos. Los electores se decantan con contundencia hacia la izquierda, os años más tarde se decantan con violencia hacia la derecha; si pudieran, afirma un sondeo reciente, expulsarían a cada congresista y empezarían de cero. Me parece que los relevos no les iban a gustar mucho más.

Es difícil exagerar el grado al que los atentados del 11 de Septiembre magnificaron las inquietudes del país — no solamente a tenor del terrorismo, sino con el futuro más en general. El conflicto bélico constante da lugar a un estado mental en el que las diferencias de opinión se convierten en polémicas de patriotismo, la oposición en el enemigo y el terreno ideológico hay que defenderlo al milímetro.

Hoy, 10 largos años más tarde, a lo mejor podemos salir del bache por fin. Bin Laden está muerto y su organización terrorista en las últimas. La al-Qaeda que nos atacó el 11S está derrotada.

Esto no significa que no vaya a haber otro atentado terrorista — ni siquiera que no se puedan intentar por parte de maleantes que dicen combatir bajo el estandarte de al-Qaeda. Durante los próximos años, indefinidamente quizá, los recursos del espionaje y el ejército habrán de desplegarse para tratar de detectar y prevenir atrocidades nuevas. Estas actividades no reciben aún nombre — pero cualquiera que sea, guerra no es.

El estado de guerra en el que ingresó el país tras el 11 de Septiembre debió de haber terminado hace años. Pongámosle fin ahora. Recuerde la forma en la que empezó todo esto, vuelva a mirar esas borrosas imágenes del 11 de Septiembre, y luego recuerde: ganamos nosotros.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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