E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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China ha de encontrar la forma de prolongar su rotundo crecimiento sin morir asfixiada. Literalmente.

Cuando aterricé en Pekín la pasada semana, el cielo era un efluvio maligno amarronado a través del cual los inmuebles lejanos eran tenuemente visibles. En el momento en que salí al exterior del enorme aeropuerto internacional de la ciudad, reparé en el aire acre de carbón quemado en el denso aire. Al día siguiente, cuando fui a ver la Gran Muralla, el tesoro cultural más célebre de China estaba adornado con un manto translúcido de contaminación.

En Shanghai, la historia fue más de lo mismo. La ciudad parecía esconderse en un halo tenebroso. Los rascacielos aparecían de pronto; te acercabas lo bastante y de pronto aparecía un edificio enorme. Era como si los arquitectos se hubieran puesto a jugar al escondite.

Hasta los cielos de Hong Kong tenían más de gris que de azul cuando aterricé aquí el domingo. La última vez que visité la ciudad, hace unos 15 años, el cielo era cristalino. Los residentes dicen que las emanaciones procedentes de las plantas térmicas del sur de China se ciernen con frecuencia sobre Hong Kong — nada parecido al manto que envuelve Pekín o Shanghai, pero suficiente para hacerse notar.

La contaminación es solamente uno de los grandes problemas que tiene que solucionar este país mientras continúa su ritmo de desarrollo sin precedentes. Una semana en China no hace de nadie un experto. Pero mi primera impresión sólida es que durante el futuro próximo, las autoridades chinas van a tener que dedicar atención y recursos. Lo que están intentando hacer es un número de funambulismo extraordinario.

China es ya la segunda mayor economía del mundo, pero también tiene 1.400 millones de habitantes, viviendo alrededor de 500 millones en condiciones de pobreza extrema. El producto interior bruto per cápita es de apenas 4.300 dólares al año, en comparación con los alrededor de 47.000 de Estados Unidos. En el centelleante Shanghai, donde chefs famosos atienden a unos comensales vestidos de Gucci en el malecón histórico de la ciudad, yo recorrí un grupúsculo de callejones en donde los menudos y vencidos domicilios carecen hasta de saneamiento.

Impedir que la brecha entre ricos y pobres se convierta en un precipicio permanente — y en una fuente de agitación social — es otro de los retos desafiantes a los que se enfrenta China. El estado ha elevado el sueldo mínimo y maniobrado hacia la creación de una red de protección social más eficaz. Pero hasta pudiendo sostener el actual ritmo de crecimiento económico, hacer de China un país de la clase media llevará décadas.

Los ricos se sienten al parecer expuestos. Los mentideros de la capital cotillean de magnates que han enviado al extranjero a sus familias — y su dinero. Por si acaso.

China también tiene que capear un flujo incesante de inmigración procedente del campo hacia los núcleos urbanos. Según el censo de 2010, el casco metropolitano de Chongqing alberga a unos 29 millones de personas; Shanghai a 23 millones; Pekín a 20 millones; Chengdú a 14; Cantón a 13 millones. Tiene que haber vivienda para toda esta gente, y abastecimiento eléctrico y sanitario para atender a sus barrios que crecen en todas direcciones, y presencia de fuerzas del orden. Ah, y trabajo.

También está la cuestión de la corrupción. Dingli Shen, un catedrático de la elitista Universidad Fudán de Shanghai, dice que los chinos entienden que las autoridades sean avariciosas, pero no demasiado avariciosas. Algunos funcionarios del estado y del Partido Comunista, dice, se encuentran ya «al borde de la avaricia irracional».

Pero según el experto en sondeos de Shanghai Víctor Yuan, al gobierno le va bastante bien. Yuan viene haciendo sondeos en China desde hace casi 20 años, y dice que según las encuestas recientes, alrededor del 65 por ciento de los ciudadanos chinos está convencido de que el estado responde a sus necesidades.

Yuan dice que las principales preocupaciones de la opinión pública son la inflación, el precio de la vivienda, la salud pública, la educación y el paro, por ese orden. Sus investigaciones apuntan que las desigualdades sociales son una cuestión más relevante para la clase media en dificultades que para los genuinamente pobres. Puede querer interpretar esto con una sana dosis de escepticismo, no obstante, porque aunque Yuan lleva a cabo estadísticas encargadas por entidades privadas, también ha hecho encargos para el estado.

Pero encuentro fascinante que un régimen autoritario esté encargando sondeos de cualquier naturaleza. Yuan dice que las autoridades locales utilizan sus investigaciones para medir las actuaciones de diversas instancias, utilizando los resultados para determinar los programas que funcionan y a los funcionarios que merecen ascensos.

Yo hablé con empresarios, ejecutivos y hasta intelectuales convencidos de forma genuina de que el sistema chino, si bien antidemocrático, está logrando resultados sorprendentes.

A mí me parece que el examen más visible va a ser la forma en que China aborde el problema de la nociva contaminación que constituye la deplorable realidad cotidiana. ¿Qué gobierno legítimo no protege el derecho a respirar de sus ciudadanos?

Cuidado con lo que respira.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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