E. Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson-Washington. Supone la sentencia de nuestra futura política con aversión a los hechos que unas declaraciones tan anodinamente evidentes puedan sonar tan revolucionarias. ??Nuestra insaciable demanda de drogas alimenta el tráfico de drogas,» decía a la prensa la Secretario de Estado Hillary Clinton el miércoles a bordo de su avión mientras volaba a México en visita oficial. ??Nuestra incapacidad de evitar que se introduzcan de contrabando armas a través de la frontera… provoca las muertes de policía, soldados y civiles.?

Asombrosamente, los funcionarios estadounidenses han evitado durante décadas enfrentarse a estos hechos. Esto no es solamente un punto ciego intelectual sino un fracaso moral, que ha tenido consecuencias horribles para México, Colombia, Perú, Bolivia y las demás naciones latinoamericanas y del Caribe. Clinton merece ser elogiada por reconocer que Estados Unidos tiene «parte de responsabilidad» de la violencia alimentada por el tráfico de drogas que asola México, la cual se ha cobrado más de 7.000 vidas desde principios de 2008. Pero eso significa que también compartirá parte de la responsabilidad de los próximos 7.000 muertos.

Nuestra longeva «guerra contra las drogas,» centrada en el miembro de la oferta en la ecuación, ha sido un estrepitoso fracaso. A nivel nacional, hemos puesto a buen recaudo a cientos de miles de camellos, algunos de los cuales merecen estar en prisión genuinamente y otros no. No supuso ninguna diferencia. Según un estudio realizado en 2007 por la Universidad de Michigan, el 84% de los alumnos en el último curso de la secundaria a nivel nacional decía poder obtener marihuana «con bastante facilidad» o «con mucha facilidad.? La cifra de anfetamínicos se situaba en el 50%; en el caso de la cocaína, el 47%; de la heroína, el 30%.

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Al mismo tiempo, hemos insistido en una tentativa de Sísifo de cortar la oferta de drogas cerca de o en su origen. Cuando fui corresponsal del Washington Post en Sudamérica, en una ocasión realicé un viaje en helicóptero no apto para cardiacos para visitar una base militar financiada por Estados Unidos en la parte alta del Valle de Huallaga en Perú. Era el lugar donde la mayor parte de la coca del país -la planta a partir de la cual se refina la cocaína- estaba siendo cultivada, y el valle estaba hasta la bandera de guerrillas maoístas que financiaban su insurgencia con el dinero que sacaban a través de la extorsión a los cultivadores y los traficantes de la coca. Con el tiempo, el negocio de la coca fue eliminado de la parte alta del Huallaga. Pero ahora está floreciendo en otras partes del Perú, y el pasado año las autoridades decomisaron una cifra récord de 30 toneladas de cocaína -lo que viene a significar, empíricamente hablando, que como poco se produjo y distribuyó probablemente 10 veces esa cantidad al menos.

En Colombia, vi cómo los inmensos y brutalmente violentos cárteles de la cocaína de Medellín y Cali amenazaban con convertir el país en el primer «narco-estado» del mundo. El gobierno colombiano, con apoyo estadounidense de nuevo, logró reducir estas organizaciones delictivas que extendían sus ramas por todas partes en unidades más pequeñas, pero el negocio sigue prosperando -y sigue proporcionando la mayor parte de la cocaína que acaba en el mercado estadounidense. El pasado año, las autoridades colombianas decomisaron 119 toneladas de cocaína. El dinero del tráfico de drogas mantiene a la insurgencia izquierdista con más historia a sus espaldas del hemisferio. Siempre innovadores, los traficantes colombianos han llegado a construir sus propios submarinos en miniatura para introducir de contrabando su ilícita carga en Estados Unidos.

Y ahora México se ha convertido en el punto de partida del tráfico de drogas, con sus cárteles asolando todo lo que encuentran en su camino al control del negocio de introducir marihuana, metanfetamina, cocaína y otras drogas en el mercado estadounidense. La violencia entre las mafias de la droga, no sólo a lo largo de la frontera sino por todo el país, ha alcanzado niveles de crisis. La estrategia del gobierno consiste en seccionar en trozos más pequeños los grandes cárteles, igual que hicieron los colombianos. Pero incluso si las autoridades tienen éxito, la industria seguirá en marcha.

En el caso de México, hay un factor que complica las cosas: éste es un problema con dos caras. Mientras que las drogas son transportadas al norte a través de la frontera, armamento de asalto de calibre importante -adquirido en Estados Unidos- es transportado al sur para armar a los soldados de infantería de los cárteles. Las declaraciones de Clinton acerca de «la responsabilidad compartida» reconocen que si esperamos que México haga algo con el flujo de drogas, estamos obligados a hacer algo con el flujo inverso de armas.

En primer lugar, no obstante, seamos honestos con nosotros mismos. Toda esta empresa desestabilizadora y destructiva tiene una única finalidad, que es la de abastecer de drogas el mercado estadounidense. Mientras exista demanda, los empresarios encontrarán la forma de satisfacerla. La solución obvia del miembro de la ecuación referente a la demanda -la legalización- haría más mal que bien con algunas drogas, pero puede que con otras no. Tenemos que examinar todas las opciones. Es hora de poner las cartas sobre la mesa, porque todo lo que hemos logrado hasta la fecha es trasladar la terrible violencia del tráfico de drogas cada vez más cerca de nuestro país.

 Eugene Robinson

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