Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington: A principios de este mes, Barack Obama acudía a Louisiana a visionar los posibles daños del vertido de la plataforma petrolera accidentada de BP, pasar lista a los efectivos de limpieza — no hubo «Brownie, estás haciendo un trabajo cojonudo» en su versión — y mostrar a los estados del Golfo y al resto de la nación su preocupación. El día 3 de mayo, la página web del Washington Post mostraba la crónica precisamente donde debía estar — enterrada a mitad de la página. En tal posición, decía que el presidente de los Estados Unidos, en este caso, no era tan relevante.

Todo el mundo sabía que Obama simplemente estaba demostrando que no es George W. Bush. No iba a ignorar un desastre, en especial uno que afecta a Nueva Orleáns y la Costa del Golfo. Por otro lado, todos sabemos que no podemos cambiar la dirección del viento ni poner un corcho al vertido. De hecho, poco podía hacer él salvo mostrar su interés.

Fue un momento simbólico — la marea, amenazando con petróleo a la costa, moviéndose de forma caprichosa exactamente igual que parecen moverse los sucesos en todo el mundo. Estamos acostumbrados a que los presidentes estadounidenses sean supinamente importantes sin otro motivo que por liderar al ejército más fuerte del mundo. Pero también tendríamos que apreciar que ese peso presidencial, en términos de ser capaz de influenciar los acontecimientos, está desapareciendo.

En Oriente Medio, nada de lo que ha hecho Obama ha supuesto gran diferencia. En Europa, el euro se tambalea. Tan crítica como es esta divisa, es mucho menos relevante que el concepto de integración europea sobre el que se funda. Tendemos a olvidar que Europa es la ubicación central de guerras desagradables — en dos ocasiones tomamos parte durante el siglo pasado — y si usted incluye a Rusia como parte de Europa, como insisten algunos rusos, entonces también tenemos que contar la Guerra Fría. En cuanto a Rusia, se muestra indiferente ante las quejas estadounidenses y avanza progresivamente en dirección contraria — no como una democracia europea, simplemente algo diferente.

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En la periferia de Europa se encuentra Turquía, que aspira a volver a establecer parte de la influencia que el Imperio Otomano tuvo en tiempos en la región. También podría retroceder hasta un estado más islámico, llegando posiblemente a la conclusión de que casi un siglo del secularismo de Kemal Ataturk basta. Cualquiera que sea el caso, tampoco hay mucho que podamos hacer con Turquía. Ya no necesita a Estados Unidos como aliado en la Guerra Fría e incluso bloqueó el acceso militar a Irak al comienzo de las hostilidades El atractivo en horas bajas del presente estadounidense ya no es rival para el atractivo del pasado otomano. Israel, cuidado.

China también está más allá de nuestra influencia. En cierto sentido, la necesitamos más de lo que nos necesita. Debemos dinero a Pekín. Compramos productos de China. Respetamos su creciente peso. Acusamos nuestra decreciente influencia. Reprimimos de forma voluntaria nuestra preocupación por los derechos humanos. Somos una superpotencia. ¿Pero contra qué?

Los conservadores estadounidenses ven las derrotas y decepciones y echan pestes de Obama. Le llaman débil e inepto — y desde luego en ciertas zonas ha sido ambas cosas. Pero se equivocan al pensar que otra persona supondría una gran diferencia. Los tiempos han cambiado. La influencia de América está decrecida — en términos relativos, desde luego, pero también absolutos. Como superpotencia, América invadió Irak. Sadam es historia. Pero ese breve conflicto entra ya en su octavo año.

En 1987, Paul Kennedy publicó «Auge y caída de las grandes potencias». Causó sensación porque, entre otras cosas, predecía el declive absoluto y relativo de Estados Unidos. Kennedy atribuía esto a la «excesiva tensión» militar y el gasto deficitario — problemas que desde entonces han pasado de ser teóricos a ser graves. En cierto sentido, tenemos más guerras de las que podemos pagar.

La necesidad de mencionar a Kennedy irrita. Sugiere inevitabilidad, como si América fuera el imperio de Roma o Gran Bretaña y también que el pasado está condenado a ser futuro. Ese, sin embargo, no tiene que ser el caso. Podemos gastar menos, gravar más, renunciar a guerras opcionales, reformar el Congreso y dejar de confundir fama presidencial con poder real.

Obama presidiendo lo que no se puede presidir, el presidente supervisando lo incomprensible, el inventario entero del poder insignificante – el Air Force One, el Marine One, la limusina presidencial, el séquito presidencial, el maletín del botón nuclear – todo se reduce en este caso a un hombre que se despacha contra el mar, una lección tenebrosa para todos nosotros. El vertido continúa. La guerra continúa. La deuda crece — y también, en el caso de demasiados de nosotros, también crece la negación.

Richard Cohen
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