Eugene Robinson

Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

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Eugene Robinson – Washington. Eran alrededor de las 3 de la mañana del 1 de enero de 1959 cuando el dictador cubano Fulgencio Batista se fugaba al aeropuerto y huía de su isla nación, llevándose cuanto botín sus aviones podrían transportar. Horas más tarde, el audaz joven cuyas guerrillas masivamente superadas en número habían derrotado al ejército de Batista salía a un balcón con vistas al Parque de Céspedes, en la ciudad oriental de Santiago. Era la primera vez que Fidel Castro comparecía ante una muchedumbre entusiasmada en calidad de líder indiscutible de Cuba. Fue la primera de muchas.

La entrada del año marca el 50 aniversario de la revolución cubana ?? y es otro recordatorio más de las desencaminadas políticas estadounidenses que sin pretenderlo han protegido la revolución de Castro de las corrientes históricas que hace mucho debieron haber obligado al régimen a hacerse a un lado, o al menos haberle obligado a evolucionar.

El presidente electo Obama va a tener temas más urgentes que tratar después de cumplir los rigores de la toma de posesión. Pero en alguna parte de su larga lista de temas pendientes, debería escribir una nota destinada a poner fin de manera definitiva a cinco décadas de política norteamericana contraproducente hacia Cuba de una vez por todas.

Dwight Eisenhower era presidente cuando Castro aseguraba a los cubanos en el Parque de Céspedes que sus colegas revolucionarios y él eran «inmunes a la ambición y la vanidad.? Los funcionarios estadounidenses fueron cuidadosos desde el principio. Hubo un tiempo en que Batista era nuestro hombre en La Habana, aunque los legisladores estadounidenses se habían desencantado con él. No se habrían derramado lágrimas en Washington si hubiera emergido un hombre fuerte más práctico -y obediente- quizá desde el ejército, para ocupar su lugar . Pero Castro era un izquierdista demasiado radical, probablemente hasta comunista, y no parecía ser en absoluto alguien con quien se pudiera contar que cooperase con la Casa Blanca.

Los primeros años de la relación fueron los más agitados. Castro se acercó más a los soviéticos, la Casa Blanca autorizó el desembarco de Bahía Cochinos, la invasión fracasó, Cuba se convirtió en un satélite soviético con todas las letras, la crisis de los misiles cubanos empujó al mundo al borde del Apocalipsis, y se establecía un incómodo aislamiento. Incomprensiblemente, persiste hasta la fecha.

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Las leyes y regulaciones que prohiben a las compañías estadounidenses comerciar con Cuba y prohiben a los ciudadanos norteamericanos viajar allí tuvieron escaso sentido durante la Guerra Fría. Fue irónico que cuando Ronald Reagan viajó a Berlín e imploró a Mikhail Gorbachev «derribe este muro,» nuestro gobierno estuviera manteniendo un muro análogo — un muro fabricado de normas, no de cemento — entre Estados Unidos y Cuba.

La política para tratar al resto del mundo comunista siempre consistió en presionar en favor de más contactos e intercambios, según la teoría de que la exposición a las ideas, las libertades y la prosperidad occidentales precipitaría la caída del Comunismo. Funcionó.

Estoy convencido de que también habría funcionado en Cuba. Como poco, si el gobierno norteamericano hubiera tratado a Cuba de la forma en que trató a las demás naciones comunistas, la responsabilidad habría sido de Castro. Si quisiera impedir que la sociedad cubana se contaminase de democracia, consumismo y demás enfermedades yanquis, habría tenido que justificar medidas para mantener lejos a los estadounidenses y los productos estadounidenses. En su lugar, ha podido retratar su revolución como un noble David, amenazado desde el norte por un Goliat tosco y agresivo.
A lo largo de los años, he realizado 10 visitas de crónica a Cuba. Me ha sorprendido el hecho de que hasta los cubanos que eran ferozmente críticos con el régimen de Castro — en privado, por supuesto, dado que la crítica pública no está permitida — se mostraban igualmente despreciativos hacia el embargo comercial estadounidense y la prohibición de viajar, que sostenían han herido al pueblo cubano al tiempo que han reforzado a los radicales en su directiva.

Ahora que la estrella icónica Fidel ha sido sucedido como presidente por su hermano Raúl, a Estados Unidos se le presenta la más reciente de una serie de oportunidades de enderezar por fin la política de Cuba.

Raúl Castro ha dado todas las muestras de ser más práctico que su convaleciente hermano mayor — y también de que es consciente de lo rezagada que se ha quedado Cuba con respecto al resto del mundo. Muchos observadores sostienen que quiere avanzar siguiendo el modelo chino de economía de libre mercado y gobierno monopartidista continuado. Cualquier reforma fundamental resulta inverosímil, sin embargo, mientras Fidel siga respirando.

Pero Fidel tiene 82 años y una salud muy precaria; ha vivido más tiempo que 10 presidentes estadounidenses, pero es improbable que vaya a sobrevivir al undécimo. Obama debería prepararse para lo inevitable reconociendo lo obvio: si un conjunto de políticas no han dado resultado en 50 años, ya va siendo hora de intentar algo diferente.

Eugene Robinson
© 2009, The Washington Post Writers Group

Sección en convenio con el Washington Post

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