Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Hace años jugaba al billar con Andrew Cuomo. A medida que íbamos rodeando la mesa, Cuomo, secretario de vivienda por entonces, me contaba cómo iba a convertirse en el próximo gobernador de Nueva York. Iba a presentarse contra Carl McCall, que iba a ser el primer gobernador negro del estado. Esto iba a ser fácil, decía Cuomo, liberando feromonas políticas que le pondrían Nueva York en bandeja. Ahora, una humillante derrota y gran dolor personal más tarde, por fin es gobernador.

Pocas veces un político ha saltado al ruedo para triunfar de forma tan cinematográfica. Cuomo no sólo es gobernador, sino que desde serlo, ha marcado la cascarrabias legislatura, ha presentado a tiempo unos presupuestos y — la historia toma nota — tramitado una ley que legaliza el matrimonio homosexual. Hizo esto con el Senado del estado controlado por Republicanos, habiendo sido el anteproyecto de ley tumbado sólo dos años antes, y con la Iglesia Católica romana firmemente en contra. Las analogías con el béisbol son inevitables. Es una defensa triple play, un partido no-hitter sin puntos al enemigo y una carrera grand slam con tres jugadores en la base. Andrew Cuomo marca se ha convertido en un político magistral.

Cuomo nació príncipe del Partido Demócrata. Es el hijo de Mario Cuomo, gobernador de Nueva York durante tres legislaturas y la encarnación del progresismo de la vieja escuela. Se casó con Kerry Kennedy, una hija de Robert F. Kennedy y activista infatigable de los derechos humanos. Pasó una vida entera en la cantera política, impulsado por el pedigrí y las relaciones para llegar sin novedad hasta la Casa Blanca. El destino, espoleado por la arrogancia, intervino.

El desafío a su rival McCall se montó torpemente. Cuomo no solamente perdió, fue aplastado. Y el Republicano, George Pataki, se hizo con la cámara. La caída fue dura y sin final aparente. El hermoso matrimonio Cuomo fue pasto de la prensa amarilla. El progresismo que representaba el apellido Cuomo se volvió obsoleto, sin público camino del desguace. Cuomo era una lección sacada directamente de la Biblia: «El orgullo precede a la destrucción».

Curiosamente, ese Cuomo parece haberse esfumado. El nuevo no tiene nada de exhibicionista y si cree ser mejor que los demás no lo manifiesta. Examinar la forma en que Cuomo hizo que la legislatura aprobara el matrimonio homosexual — era, en realidad, su proyecto de ley — es contemplar de primera mano la forma en que un político consumado aplica su maestría. Acudió al otro lado del hemiciclo, no sólo a los Republicanos de la legislatura sino también a los que recaudan fondos Republicanos en todo el estado. Hizo que algunas de estas personas aseguraran a los vacilantes legisladores que si votaban a favor del anteproyecto, iban a tener fondos de campaña para protegerse. En algunos casos, funcionó.

Cuomo hizo que la dividida comunidad gay-lésbica-bisexual-transexual cerrara filas. Les hizo reducir parte de los esfuerzos de presión política contraproductivos. Las negociaciones de esta ley se prolongaron hasta el último momento. Cuomo no vaciló en ninguno. Era su anteproyecto, una promesa de campaña satisfecha simplemente porque él pensaba que era el momento.

Soy hermano de una mujer que tiene una relación asentada con alguien de su mismo sexo. Soy el amigo de gays y lesbianas, parte de los cuales conozco desde que eran niños. Es una causa cuya justicia lleva siendo evidente mucho tiempo para mí. Los detractores no tienen más argumento que la ignorancia y la incomprensión y los prejuicios. Cada vez que escucho la frase «lo sagrado del matrimonio», pienso en Elizabeth Taylor o en Larry King. Si ellos pudieron casarse por enésima vez, ¿una pareja del mismo sexo no puede pasarse una? «El corazón normal», título de la obra de Larry Kramer, late en todos nosotros.

Lleva haciéndolo desde que un solo político hiciera tanto por impulsar la que es, después de todo, una causa de derechos civiles. Desde luego, Barack Obama nunca lo ha hecho. Al margen de su propia presidencia — que no es cuestión baladí se lo reconozco — se ha comportado como Don Melindres, un caballero tan contenido que es su propio sumidero político, por el cual las cuestiones candentes simplemente se van. En la cuestión del matrimonio entre personas del mismo sexo, no aparece en el mapa — está a favor de las uniones civiles, dice él. No se decidirá. En Obama, el fuego de la justicia social no da ningún calor.

Obama es inquilino de la Casa Blanca y lo será durante otra legislatura casi seguro. Así que es prontísimo para hablar de que Cuomo se postula a presidente — aunque, como habrá notado, yo lo acabo de hacer. Aún así, la distinción es merecida. Cuomo administró la legislatura, acorraló a los sindicatos y dio lugar a la ley del matrimonio entre personas del mismo sexo que siempre parecía quedarse a un pelo del trámite. ?l refuta el discurso del escritor F. Scott Fitzgerald de que no hay segundas oportunidades en las vidas estadounidenses. Puede que nunca sea presidente, pero será el padrino en montones de bodas homosexuales.

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