La globalización enmarcada en el capitalismo se presentó en los noventa como un fenómeno que paulatinamente limaría las desigualdades en el mundo. La inversión de los países más ricos en los países en vías de desarrollo crearía nueva mano de obra y por lo tanto nuevos consumidores. Esos nuevos consumidores generarían más ingresos para las multinacionales: por eso sería bueno invertir en los países en vías de desarrollo, no había detrás ninguna razón solidaria o altruista. Esta teoría ??de los optimistas? aquí simplificada no se ha cumplido a día de hoy. Más bien se ha producido el efecto contrario. La desigualdad económica y social entre ricos y pobres ha aumentado en los últimos años de manera espectacular, no solo en el ámbito internacional, sino también en el seno de los estados (ver Hobsbawn). Y el proceso de globalización por el cual las economías nacionales se transformarían en una única economía global no ha tenido lugar. Hoy en día se mueven libremente los capitales de los países ricos, pero el resto están condicionados a una política proteccionista e intervencionista impuesta por los países ricos en busca de su beneficio propio y en perjuicio del resto. De hecho, quienes perciben con mayor intensidad el impacto de la globalización son quienes menos se benefician de ella. Por otro lado, dicha globalización no ha desembocado en la libertad de movimiento de personas, potencial mano de obra. Por lo tanto el proceso globalizador debería ser considerado como un proceso cojo, ya que deja fuera un elemento de la economía libre, que además conforma la base de muchas economías de Occidente. El historiador Eric Hobsbawn habla de todo esto en su último libro, «Guerra y paz en el siglo XXI», altamente recomendable, en el que ofrece datos muy interesantes. Por ejemplo, a pesar de que tenemos la idea de que el fenómeno de la inmigración es algo incontrolable que nos desborda y nos asusta, resulta que solo el tres por ciento de la población mundial vive en un país diferente a donde nació. Comparemos esta cifra con el porcentaje de capitales que se mueven libremente por el mundo, un mundo donde el veinte por ciento de la población hace uso del ochenta y tres por ciento de los recursos, y extraigamos conclusiones. Un planeta en el que el crecimiento económico es el objetivo número uno (crecimiento económico es un eufemismo, habría que hablar del crecimiento económico de unos pocos), por encima de valores morales básicos, por encima de nuestro bienestar global, es decir, por encima de nosotros mismos, es un planeta que anda desencaminado.

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