E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Eugene Robinson – Washington. Es difícil discutir los resultados hasta el momento fruto del enfoque «sin numeritos» del Presidente Obama para hacer campaña y gobernar, pero creo que debería prescindir de parte del decoro siempre que la ocasión lo exija. La teatralidad es una de las armas del arsenal de cualquier líder, y un sonido o una mirada a tiempo pueden tener más impacto que un legajo de informes políticos.

Los críticos de Obama están enfurecidos porque durante la reciente Cumbre de las Américas, celebrada en Trinidad y Tobago, trató a sus homólogos de todo el hemisferio como iguales. La postura colegial de Obama supuso, de verdad, una ruptura con la tradición — y hace tiempo que debió producirse. No se habría sacado nada de ladrar órdenes a nuestros vecinos y consolidar la vieja imagen de insufrible arrogancia yanqui.

Hubo un par de momentos durante la cumbre, sin embargo, en que Obama habría hecho bien en mostrar algo de nervio.

Uno fue su encuentro con el Presidente venezolano Hugo Chávez, cuya figura pública es lo diametralmente opuesto a la de Obama. Chávez es todo teatro, todo el tiempo. Explotó todo lo que pudo su presentación al nuevo líder estadounidense, envolviéndole de sonrisas y apretones de mano y extendiéndole un libro que condena en términos muy duros la dolorosa y larga historia de intervención estadounidense en Latinoamérica.

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Cualquier noción de que Estados Unidos es una amenaza de algún tipo para Estados Unidos es absurda. Es difícil entender su retórica antiamericana como poco más que interpretación escénica, teniendo en cuenta que ha sido escrupulosamente cauto a la hora de evitar hasta el empeoramiento más remoto de la relación económica norteamericano-venezolana. Venezuela es propietaria de Citgo, entre otros intereses, y es un abastecedor fiable de petróleo del sediento mercado estadounidense.

También se debe observar que Chávez ha adquirido sus extraordinarios poderes ejecutivos — obviamente quiere ser presidente vitalicio — a través de las urnas. A los estadounidenses puede que no les caiga bien, pero a los venezolanos sí — a una mayoría de ellos por lo menos. Sin embargo, es imposible pasar por alto sus métodos antidemocráticos de censurar a sus críticos y neutralizar cualquier oposición potencial. Aunque utiliza el crudo de Venezuela para apuntalar al régimen de Castro en Cuba, Chávez no es en absoluto un socialista de manual. Es más un dictador latinoamericano a la vieja usanza, un caudillo, y ése no es un modelo propio del siglo XXI.

Chávez puede ser encantador. Pero cuando Obama estrechó la mano del caballero, debió haber dado muestras claras, a través del lenguaje corporal, la expresión y el lenguaje, de que no estaba impresionado. El regalo de Chávez del libro estaba pensado para afrentar, no para ilustrar, y yo habría aconsejado a Obama responder en la misma línea.

Otro momento propicio para la improvisación presidencial fue el discurso de 50 minutos del Presidente nicaragüense Manuel Ortega despachándose, sí, contra la larga y sórdida historia de intromisión estadounidense en Latinoamérica. Preguntado más tarde por la perorata de Ortega, Obama respondía concisamente que «se prolongó durante 50 minutos.?

Obama hizo bien en no abandonar la sala a causa del discurso. Pero al igual que sucede con el tendencioso presente de Chávez, el discurso de Ortega estaba pensado como un desaire. Cuando habló Obama más tarde, debió haber abierto su prometedor llamamiento a «una sociedad equitativa» con los demás países del hemisferio con algún revés contundente a aquellos que prefieren reanimar los insultos del pasado antes que pasar página.

De acuerdo, la trayectoria de implicación estadounidense en Latinoamérica es bastante sórdida. Y lo reconozco, Obama dejó claro que no pretende renunciar al liderazgo estadounidense, sino que aspira a una nueva atmósfera de respeto mutuo. La mayor parte de los jefes de estado congregados — incluyendo a los Presidentes de Brasil Luiz Inacio Lula da Silva y Felipe Calderón, de México, líderes de las dos principales economías de Latinoamérica — respondió a la iniciativa de Obama de forma positiva y con la vista puesta en el futuro.

Chávez, Ortega y unos cuantos más, sin embargo, montaron un espectáculo de ser groseros. Una muestra de cólera presidencial por parte de Obama habría sido necesaria.

Mi argumento no es que Obama debería intentar ser quien no es. Es que está rechazando utilizar una de las herramientas a su disposición. Mientras el enfado de la opinión pública a causa de las ayudas a los bancos estadounidenses crecía, un estallido a tiempo de ultraje presidencial le habría permitido apartarse de primera línea de fuego.

Obama acertó en mostrar respeto a los líderes de los países vecinos grandes y pequeños en la Cumbre de las Américas. Aquellos que no fueron lo bastante educados para manifestar respeto hacia su persona merecen — metafóricamente, por supuesto, dentro de la línea de cooperación hemisférica — el soplamocos presidencial.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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