E. Robinson

Premio Pulitzer 2009, Catedrático Neiman de Periodismo en Harvard y Editor de la sección Exterior del Washington Post.

 

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Las críticas vertidas contra Mitt Romney por carecer de mensaje coherente son grotescamente injustas. ?l ha sido directo, consistente y hasta elocuente a la hora de exponer el motivo central de su campaña: Mitt Romney quiere ser presidente desesperadamente.

Todo lo demás parece liviano o negociable. Romney se muestra apasionado a tenor de la necesidad, según la considera él, de derrotar al Presidente Obama — pero vago o contradictorio en cuanto al motivo. La letra de la canción patriótica «America the Beautiful», que Romney viene recitando como discurso estándar de campaña, no va a solucionar el misterio: también Obama tiene discursos partidarios de cielos diáfanos y cosechas abundantes.

¿Qué representa Romney, más allá de la ambición personal? Obviamente, a juzgar por la victoria de Rick Santorum sin novedad el martes, no soy el único que está haciendo la pregunta. Sospecho que la respuesta honesta sería del estilo de «competencia electoralista» — Romney se jacta de haber salvado las Olimpiadas de 2002, de haber sido el gobernador Republicano de uno de los estados más Demócratas del país y de haber tomado decisiones rentables en cuanto al destino de su dinero. Pero con la economía mejorando y la bolsa prosperando, el argumento de presidente como consejero delegado de Romney pierde cualquier relevancia que pudiera haber tenido.

Entre los grupos conservadores, Romney puede sonar a verdadero incondicional incapaz de soportar un impuesto o un sindicato — nada que ver con «el moderado de Massachusetts» que el candidato Newt Gingrich dice que es Romney realmente.

Pero Romney nunca será capaz de estar a la altura de la trayectoria de Gingrich, para bien o para mal, como una de las principales figuras del desarrollo del movimiento conservador moderno. Y Romney — partidario del aborto en tiempos — nunca va a poder alcanzar a Santorum en cuestiones sociales.

La pretendida piedra angular de la campaña Romney — su plan económico de 160 folios — es en realidad solamente una lista de medidas propuestas sin marco ideológico discernible que las aúne. «Cualquier estadounidense que atraviese esta crisis se dará cuenta inmediatamente de la gravedad de la ruptura que propone Mitt Romney con respecto a nuestro rumbo actual», promete el candidato en su portal. Pero gran parte de lo que promete hacer «desde el primer día en la administración» ya se ha logrado, o ha sido prometido por Obama.

Romney quiere bajar los tipos tributarios a las empresas; Obama ha dicho querer bajar los tipos al tiempo que también cierra vacíos legales. Romney quiere forjar nuevos acuerdos comerciales; Obama aprobó tres acuerdos de libre comercio con Corea del Sur, Colombia y Panamá. Romney desea sanear nuestro abigarrado marco regulador; Obama tiene en marcha un proyecto así. Romney desea examinar y explotar con seguridad las reservas energéticas estadounidenses; Obama dice esencialmente lo propio.

Es cierto que hay algunos matices, pero son del género bobo. Romney dice que solicitará al Congreso rebajar «el gasto administrativo independientes de la defensa» cinco puntos porcentuales, 20.000 millones de dólares; esto no araña, y ya no digamos causa mella, en el déficit. Quiere poner fin al papel federal en la formación profesional, renunciando así a la responsabilidad presidencial de satisfacer uno de los desafíos capitales a los que se enfrenta la economía estadounidense. Quiere castigar a China por manipular artificialmente su divisa, en lugar de prolongar las negociaciones abiertas. Quiere disuadir del uso de los sindicatos en proyectos de adjudicación pública — cosa que recibe el aplauso de las multitudes Republicanas.

Y por supuesto, Romney quiere derogar la Ley de Atención Asequible y de Protección del Paciente, cuyo pilar central, la medida que obliga a que los particulares tengan seguro por ley, se ensayó en Massachusetts. Fue ensayada por Romney. Que sigue defendiendo la medida obligatoria como buena idea — demasiado buena, al parecer, para el resto del país.

En política exterior, Romney ofrece un montón de vaguedades acerca de «recuperar la vigorosa fortaleza del poder estadounidense» y similares, pero no dice nada concreto como, por ejemplo, el militarismo extremo de Santorum en el tema de Irán o el llamamiento aislacionista de Ron Paul a sacar los efectivos militares de todas partes. Es difícil encontrar diferencias sustanciales de contenido entre lo que haría Romney y lo que ya está haciendo Obama.

Romney sí que acusa a Obama de «apaciguamiento» y a lo mejor la acusación tendría alguna credibilidad si Obama no hubiera ordenado la incursión que costó la vida Osama bin Laden, ni utilizado vehículos no tripulados armados con proyectiles balísticos para diezmar a la cúpula yihadista internacional, ni ayudado a eliminar al dictador Moammar Gaddafi, ni manifestado de incontables formas más que con independencia de las otras cosas que pueda ser, nadie le puede llamar pacifista sesentero revenido.

Una diferencia — y, en realidad, se podría tratar de la postura más original que asume Romney en cualquier asunto — es que ha descartado las negociaciones con los talibanes y al parecer quiere ampliar el compromiso militar estadounidense en Afganistán de forma indefinida.

Buena suerte en la campaña. Le hará falta.

Eugene Robinson
Premio Pulitzer 2009 al comentario político.
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