Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington . Desde la planta 14 del Hospital Presbiteriano de Nueva York podía ver más allá del East River gran parte de Brooklyn y Queens. Detrás mío en la cama del hospital estaba la mujer a la que quiero, que estaba enferma, muy enferma, asistida por algunos galenos notables (incluyendo a su propia hija inasequible al desaliento), y a veces yo caminaba sin rumbo hacia la ventana y miraba una ciudad con varios millones de habitantes y me preguntaba: ¿qué es lo que harán? ¿Qué es lo que harán cuando no tienen seguro?

Esa pregunta ha quedado marcada. Han pasado varios ingresos hospitalarios más y muchas más visitas al médico y de esa manera soy, en un sentido muy doloroso, un experto muy a mi pesar en el sistema sanitario estadounidense. Es una monstruosidad poco elegante, un animal que consume vidas y dinero y que enriquece a unos cuantos y empobrece a muchos más.

Es la quintaesencia del estilo estadounidense de trabajar, creada fruto del pragmatismo y los prejuicios — la fe en lo que funciona y una fe igual de profunda en que el gobierno es incapaz de hacer nada que funcione. Es el producto de muchas mentes estrechas, en el Congreso parte de ellas, que ahora se han puesto a mejorar el sistema de una forma que agota la reserva de clichés de Washington — peces gordos, alimentar banqueros con dinero público y todo lo demás.
Pero el motivo de que los clichés perduren es que son ciertos. Ben Nelson sí obtuvo privilegios para Nebraska y Mary Landrieu sacó prebendas para Louisiana. Carl Levin obtuvo un detallito para Michigan, y Nueva York, Pennsylvania y Vermont, todos tienen un regalo navideño bajo el abeto del Senado. Hay misteriosas disposiciones en el proyecto destinadas a favorecer tal o cual estado, el hospital de aquí o el de allá — pero ningún dinero fue a los bolsillos de los miembros del Congreso, de manera que no es la corrupción a la que estamos acostumbrados. Simplemente huele igual.

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La opción pública ha desaparecido sin dejar rastro y la rebaja de la edad de jubilación de los afiliados de Medicare es historia y las aseguradoras se van a hacer de oro — otro cliché, ya me perdonará — que es el motivo de que sus acciones empiecen a despegar. Esto quedó fantástico en los gráficos del programa «Morning Joe» y, he de confesar, arruinó mi mañana, por no hablar de la de Joe.

El proyecto de ley ha resultado ser una fosa de egoísmo. Ha logrado reducir aún más la popularidad del Congreso entre la opinión pública y ha convertido a ciertos senadores en los pigmeos de los principios. Esto es particularmente cierto en el caso de los Republicanos que no han tenido nada constructivo que decir en este proyecto o, a esos efectos, de la economía, y que si de ellos dependiera habrían convertido una crisis bancaria en una catástrofe financiera.

Pero el proyecto sí amplía la cobertura a los que no tienen seguro. Esta es la única nación económicamente avanzada en la que la gente puede arruinarse a causa de las facturas médicas. Es la única nación rica en la que la gente puede morir a consecuencia de falta de atención médica — porque no se la puede permitir o porque no se facilita.
T.R. Reid, mi antiguo colega del Washington Post, recorría el mundo preguntando a la gente lo que pagaba por diversos tratamientos y si era posible o no arruinarse por enfermedad. Después escribió un libro acerca de sus conclusiones, «El tratamiento de América». Sólo en América una enfermedad puede enviarte al hospicio. Esto no puede ser lo que se entiende por excepcionalismo estadounidense.

Leo las columnas de la prensa y escucho las tertulias televisivas de gente que quiere tumbar el proyecto de reforma sanitaria — y a menudo asiento con la cabeza ante algunas de las ideas que expresan. Pero los izquierdistas que insisten en que sólo vale el proyecto perfecto, los que están tan enfurecidos con la muerte de la opción pública o tan enfadados porque el aborto no va a estar cubierto que preferirían que no hubiera ninguna reforma, tendrían que asomarse a la ventana conmigo.

He aquí a los que no tienen seguro. Mírenlos en su miedo. Mire las caras cuando se les niega la atención médica de enfermedades anteriores al seguro o su mirada de desesperación porque no se pueden permitir ninguno. Véalos ignorar los síntomas de la enfermedad, saltarse chequeos o esperar, durante horas y horas a menudo, a recibir atención médica gratuita. Estar enfermo, enfermo de verdad — como estaba la mujer a la que quiero — es indescriptiblemente desagradable. Estar enfermo y ser pobre a la vez — ¿hay algo peor?

Este proyecto de reforma sanitaria dista mucho de ser perfecto. En algunos aspectos es desagradable de verdad. Pero desde mi atalaya en la planta 14 del Hospital Presbiteriano de Nueva York, mientras recuerdo el terrible miedo a una enfermedad terrible, este proyecto de ley parece el mejor del mundo. Es un punto de partida.


Richard Cohen
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