El acuerdo anunciado entre España, Portugal y Francia para construir el llamado BarMar, un gasoducto que transportará primero gas natural y, más tarde hidrógeno verde, cuando haya suficiente producción y demanda, ha copado numerosos titulares. Es una de las grandes apuestas del gobierno español y del ministerio de Transición Ecológica para impulsar energía limpias y colocar a España a la vanguardia de este combustible del futuro. Pero algunos expertos se están preguntando: ¿tiene sentido esta infraestructura que aún tardará 4 o 5 años en funcionar? Y según detallan en The Conversation, no está claro y hay muchos condicionantes inciertos.


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Tomás Gómez-Acebo, Universidad de Navarra

En 1874, Julio Verne publicaba La isla misteriosa y aseguraba:

“Creo que un día el agua será un carburante, que el hidrógeno y el oxígeno que la constituyen, utilizados solos o conjuntamente, proporcionarán una fuente inagotable de energía y de luz, con una intensidad que el carbón no puede; dado que las reservas de carbón se agotarán, nos calentaremos gracias al agua. El agua será el carbón del futuro”.

En los años 70 del siglo pasado, con la crisis del petróleo, ya se hablaba de la economía del hidrógeno, y se veía que podía ser rentable frente a los combustibles tradicionales. Sin embargo, ese cambio de paradigma no llegó a producirse, y hoy continuamos con una enorme dependencia de los combustibles fósiles. En los 70 el mercado por sí solo no fue capaz de hacer el cambio. Ahora está claro que es necesario un impulso público que haga del hidrógeno un protagonista de la transición energética. Este punto lo ha visto claro la Unión Europea.

Hace ya unas semanas se anunció el acuerdo entre los gobiernos de España, Portugal y Francia para construir el llamado BarMar, el gasoducto Barcelona-Marsella. Transportará primero gas natural y, más tarde hidrógeno, cuando este elemento tenga suficiente producción y demanda. Se tardará en construir entre 4 y 5 años. ¿Tiene sentido esta infraestructura? No está claro.

El hidrógeno también consume energía

Desde hace pocos años, las posibilidades del hidrógeno están revolucionando el mundo de la energía. Tiene a su favor que es un gas que no contamina, pues su combustión emite únicamente agua. Se ha identificado como un actor clave en la lucha contra el cambio climático porque cumple a la perfección el mandamiento nuevo que nos hemos impuesto en Europa: no emitirás CO₂ a la atmósfera.

Sin embargo, no es una fuente de energía, y no existe como tal en la naturaleza, a diferencia de los combustibles actuales como el petróleo, el gas o el carbón. Producir hidrógeno consume energía, incluso más que la que devuelve su combustión. Por ello, se dice que el hidrógeno es un vector energético, lo mismo que la electricidad: son modos de transportar, almacenar y generar energía.

El hidrógeno se puede obtener de varios modos, que se etiquetan con una paleta de colores:

  • Hidrógeno gris. Es la mayoría del que se produce actualmente. Se genera al hacer reaccionar el gas natural con vapor de agua. Tiene el inconveniente de que se emite CO₂ a la atmósfera, con lo que no es válido para cumplir ese mandamiento nuevo.
  • Hidrógeno azul. Se obtiene como el gris, pero capturando el CO₂ producido.
  • Hidrógeno verde o hidrógeno de bajas emisiones. Se obtiene por electrolisis de agua, es decir, rompiendo con electricidad renovable la molécula de agua.

El verde y el azul son los únicos colores que satisfacen las exigencias de bajas emisiones. Hay además otros colores en la paleta, como el hidrógeno rosa, producido por electrolisis del agua a partir de energía nuclear; o el dorado, producido a partir de residuos orgánicos con captura de CO₂.

Métodos de transporte

Una vez producido, el hidrógeno se debe transportar hasta el lugar en el que se consume. Como principio, lo ideal es situar la producción de este gas lo más cerca posible de donde se utilice, pero esto no siempre es posible.

Para distancias no muy grandes, el hidrógeno se transporta de modo semejante a las bombonas de butano: en recipientes cilíndricos a presión llevados sobre camiones.

Para distancias mayores, lo más eficiente es contar con una red de tuberías, los llamados hidroductos. A corto plazo, se puede aprovechar la red actual de distribución de gas natural inyectando algo de hidrógeno en la red de gas (el llamado blending o mezcla). Pero para transportar gas con concentraciones elevadas de hidrógeno es necesario modificar las tuberías.

Además, el hidrógeno, por su baja densidad, requiere duplicar las estaciones de compresión de gas, es decir, la distancia entre estaciones de compresión sería la mitad que con gas natural.

¿Tendrán España y Portugal suficiente hidrógeno como para exportarlo?

Una tubería como el BarMar, diseñada para transportar hidrógeno, podría servir para transportar gas natural y más adelante sustituirlo por hidrógeno.

En cierto modo, se puede decir que un gasoducto de hidrógeno es semejante a un cable eléctrico: son infraestructuras de transporte de energía. Es decir, una tubería de hidrógeno es una manera de exportar energía solar y eólica. Aquí es donde se debe plantear la pregunta sobre la conveniencia del gasoducto BarMar: solo tiene sentido esa infraestructura si España y Portugal son capaces de producir suficiente hidrógeno renovable como para satisfacer la demanda interna y exportar los excedentes a través de esa tubería.

Hay dos factores adicionales que se deben tener en cuenta: el aumento de producción de hidrógeno implica que va a ser necesario aumentar la producción eléctrica. No basta con las plantas que hay: hacen falta más plantas solares, más aerogeneradores y posiblemente más energía nuclear.

Además, para transportar esa energía eléctrica va a ser necesario instalar más líneas de alta tensión. Conocemos bien las dificultades de estas nuevas instalaciones (parques solares, molinos o líneas eléctricas) en forma de rechazo social –no en mi patio–, pero hay que afrontarlas con mucha pedagogía.The Conversation

Tomás Gómez-Acebo, Catedrático de Termodinámica. Director de la Cátedra de Transición Energética de la Fundación Repsol, Universidad de Navarra

Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.

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