Richard Cohen

Columnista en la página editorial del Washington Post desde 1984.

 

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Richard Cohen – Washington. La nueva administración Obama tendría que pulsar un botón para volver atrás. Al presionarlo volveríamos a esos maravillosos días de hace dos semanas en los que se hizo historia, se respiraba cambio y todo Washington zumbaba de entusiasmo. Ahora, sin embargo, tenemos un candidato al Gabinete que no pagó todos sus impuestos y otra elección del Gabinete que ya está confirmado hizo algo similar, y un paquete de estímulo que ofrece montañas de dinero pero solo montículos de reforma. ¿Podemos retroceder un poco?

Vistos de manera individual, los problemas fiscales del Secretario del Tesoro Timothy Geithner y el candidato a Secretario de Salud y Servicios Sociales Tom Daschle no son gran cosa. Combinados, sin embargo, equivalen a un mensaje: si usted es apreciado por esta administración, no tiene que seguir las normas por fuerza. Geithner y Daschle son buenas personas, pero sus nombramientos envían el mensaje de que las caras nuevas no siempre vaticinan cambios.

Ese mensaje se mezcla nada menos que con el paquete de estímulo. La necesidad de un estímulo económico de un billón de dólares al menos está más allá de cualquier duda, y la obsesión del Partido Republicano con los recortes fiscales -¿qué pasa si el contribuyente no gasta lo suficiente?- Es sólo una versión de lo que Samuel Johnson solía decir del segundo matrimonio: «El triunfo de la esperanza sobre la experiencia.? (El estímulo fiscal más reciente demostró ser un empujón relativo.) Pero lo que brilla por su ausencia en el paquete es precisamente aquello a cuenta de lo cual hizo campaña Barack Obama: cambio. El estímulo es en su mayor parte más de lo mismo.

La educación debería haber sido el terreno en el que Obama debería haber puesto algo de carne en el asador del cambio. La administración ha destinado 100.000 millones de dólares a la educación preuniversitaria, pero muchísimo menos a una reforma. La crisis de un hombre es la oportunidad de otro y la recesión actual supone una gran oportunidad de inducir al estamento educativo a cambiar sus díscolas costumbres. Destinar más dinero no va a suponer por sí sola una gran diferencia. Fíjese en el sistema escolar del Distrito de Columbia. Si el dinero marcara la diferencia, el lenguaje oficial en Washington sería el latín. No es así.

La mayor parte de los 100.000 millones de dólares destinados a la educación preuniversitaria se dedican a nutrir programas existentes o garantizar su continuidad. Algunos de estos programas como Title I para niños discapacitados son promulgados a nivel federal, y con la recesión los estados tienen cada vez más difícil su financiación. Es dinero bien empleado.

Pero si se va a poner dinero sobre la mesa, ¿por qué no acompañarlo de condiciones de reforma? Después de todo, sin el dinero extra, la probabilidad indica que habrá profesores despedidos por todo el país. Eso da al presidente cierto poder: si coge mi dinero, tendrá que introducir mis reformas. Tal vez no se pudiera llegar a un acuerdo. No lo sabremos. Lo que sabemos, sin embargo, es que los sindicatos de profesores tienen una comprensible aversión a algunas reformas. También sabemos que los sindicatos apoyaron a Obama en su campaña.

Haga sus deberes de educación y descubrirá un consenso emergente. Abolir las plazas fijas. Hay otras formas de garantizar que los profesores son tratados con justicia sin necesidad de garantizar el puesto de trabajo de los que son ineptos. (Los polis no tienen plaza fija, y los columnistas tampoco.) Asegurarse de que los mejores profesores imparten en los centros más difíciles y asegurarse de que son retribuidos generosamente por hacerlo.

¿Qué tal prolongar la jornada escolar, quizá durante una hora más o menos? ¿Qué tal prolongar el curso escolar? ¿Qué opina de dejar un poco de lado No Child Left Behind, pero insistir en que se mantengan sus exámenes para rendir cuentas? ¿Qué hay de hacer algo a propósito del triste hecho de que los profesores no son lo que solían ser? Ahora que las mujeres y las minorías tienen más oportunidades en casi todos los terrenos, lo mejor entre ellos ha abandonado la enseñanza. El salario es pésimo y el trabajo puede ser difícil. ¿Pueden 100.000 millones de dólares ayudar a paliar esa situación? Podría ser.

Nada de esto es radical precisamente. Es más o menos un programa defendido por grandes figuras partidarias de la reforma en el consistorio como Michelle Rhee, de Washington, o Joel Klein, de Nueva York. Ellos, al igual que otros educadores, no son sindicalistas a la vieja usanza. Son más bien izquierdistas convencionales. Pero si su prioridad son los niños -lo que un empresario llamaría «el producto»- entonces no hay más remedio que cambiar ciertas normas. El gobierno federal no puede controlar al milímetro cincuenta estados y miles de distritos escolares, pero puede imponer condiciones para recibir sus fondos. Esta, como sabe cualquier padre, es la forma de ganarse la paga.

Se ha desperdiciado una oportunidad. Sé captar la necesidad de poner en marcha las cosas con rapidez y evitar trifulcas políticas innecesarias -los sindicatos de profesores saben cómo pelear- pero la explosiva energía del «cambio» se está perdiendo. Pulse volver atrás. Nunca es demasiado tarde para volver atrás.

Richard Cohen
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